noviembre 20, 2012

213. Latinos y mahlerianos (parte 1)

Daniel Garro Sánchez

            Si tuviera que señalar, como devoto acólito, alguno de los mayores fenómenos que está experimentando la música sinfónica en nuestros días, no me temblaría el pulso para mencionar dos: primero, el auge de Gustav Mahler; y segundo, el auge de composiciones, orquestas, directores e intérpretes de origen latinoamericano.
            Brevemente me referiré un poco a ambos.
            En vida, Gustav Mahler ―nacido bohemio y judío, luego convertido en austriaco y cristiano, y finalmente desarraigado de todo― gozó de un enorme reconocimiento como director de orquesta, mas no como compositor. La recepción de su magno ciclo de sinfonías osciló entre la indiferencia y el rechazo de la crítica y el público, y tan solo de vez en cuando coqueteó con recepciones apenas tibias. No obstante, jamás claudicó en su labor creadora (al momento de su fallecimiento trabajaba en su décima sinfonía, de la cual nos legó un movimiento) y supo vislumbrar que su momento llegaría después. Son proféticas sus palabras al referirse a Richard Strauss, el autor de más prestigio en ese entonces, a principios del siglo pasado: “mis días vendrán cuando los suyos hayan terminado”.
            Esos días son, precisamente, estos días; nuestros días.
            A pesar de que hubo en la primera mitad del siglo XX directores muy interesados en la música de Mahler, como Bruno Walter y Willem Mengelberg, es durante la segunda mitad del siglo ―curioso advertir que Richard Strauss falleció en 1949―, con el enorme trabajo de difusión y grabación de Leonard Bernstein, y luego con Claudio Abbado, Pierre Boulez y Giuseppe Sinopoli, solo por mencionar algunos, cuando inicia el rápido ascenso de Mahler hacia la cumbre a la que lo hemos visto llegar en estas dos primeras décadas del siglo XXI. Alimentando una fiebre incontenible en directores y orquestas de todo el mundo por interpretar y grabar sus obras completas, Mahler ha destronado a Beethoven como el compositor más interpretado en el universo de la música sinfónica.
Cada quien desea tener su propia colección de sinfonías de Mahler, cada intérprete busca mostrar su propia visión de ellas, cada director quiere dirigir su propia multitud en la Octava (la “Sinfonía de los Mil”), o inventar su propio “martillo” en la Sexta, o alcanzar su propio éxtasis en la Segunda, o despedirse tenuemente en la Novena; y se ha vuelto común la experiencia heroica de una orquesta construyendo esas composiciones épicas de largo aliento y variedad de recursos armonizados. No hay aplauso comparable con el aplauso que estalla en el seno del teatro al concluir una sinfonía de Mahler.
A Costa Rica llegó este fenómeno a través del anterior director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Chosei Komatsu, quien hizo vibrar el Teatro Nacional ya no solo con la Sinfonía no. 1 ―la más popular de las sinfonías de Mahler, quizá por ser la más accesible, y que ya había sonado aquí con Irwin Hoffman y Daniel Nazareth―, sino también con la 2, 3, 4 y 5, inéditas hasta ese entonces en suelo nacional. La digna despedida del Maestro Komatsu, antes de terminar su relación con la OSN, fue con una grandiosa ejecución de la Segunda. A título personal, debo decir que, luego de dos años de orfandad de nuestra orquesta, empiezo a extrañar no solo a este director, sino también  las novedades que había introducido.
            En el próximo rincón me referiré al segundo gran fenómeno que quiero destacar: el auge de la música sinfónica latinoamericana; y luego veremos la forma en que estos dos auges, el mahleriano y el latinoamericano, se han fusionado en una espectacular convergencia musical sin precedentes.  

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